(Omaha, Nebraska, 1924 - Los Ángeles, 2004) Actor de
cine estadounidense, considerado uno de los mayores mitos de la historia
del cine. Marlon Brando era el tercero de los hijos del matrimonio
formado por Dorothy Pennebaker, de sangre irlandesa, y Marlon Brando,
descendiente de franceses que americanizaron su apellido original,
«Brandeau».
Su padre, un hombre de carácter muy
fuerte perteneciente a la Iglesia episcopaliana, era representante de
una fábrica de productos químicos, por lo que, según su destino, la
familia cambió de residencia en varias ocasiones (Illinois, California,
Minnesota), antes de establecerse definitivamente en una granja de
Libertyville, Illinois, en 1937. De su madre, artista aficionada y
principal impulsora de un grupo teatral de Omaha por el que, a fines de
los años veinte, pasaron unos aún desconocidos Dorothy McGuire y Henry
Fonda, heredaron, tanto él como sus hermanas, Joselyn y Frances, su
atracción por la escena.
La notoria incompatibilidad
del matrimonio se tradujo, al cabo de poco tiempo, en una batalla
constante que en plena ley seca llevó a la mujer al alcoholismo y a los
hijos a emanciparse desde muy jóvenes. Brando se enteró de la muerte de
su madre, en 1954, en un set de rodaje. Su padre, que pronto volvió a
casarse, murió en 1965.
Rebelde desde la niñez, el
joven Bud (era su sobrenombre familiar) ingresó con dieciséis años, en
contra de su voluntad, en la Shattuck Military Academy de Fairbult,
Minnesota, donde lejos de «enderezarse», fue expulsado dos años después
por insubordinación. Obligado entonces a trabajar en lo que fuera, fue
albañil y conductor de excavadoras mientras sus hermanas se
independizaban y partían a Nueva York para probar suerte en el teatro. A
comienzos de 1943 se fue a vivir con su hermana Joselyn con el mismo
objetivo, aunque para ganarse la vida tuvo que encadenar una sucesión de
trabajos eventuales (vendedor de refrescos, lavaplatos, botones,
ascensorista en unos grandes almacenes) mientras esperaba su
oportunidad.
El nacimiento de un mito
Una
recomendación lo condujo ante Erwin Piscator, director del Dramatic
Workshop en la New School for Social Research, embrión del Actor’s
Studio. Allí asistió a las clases de Stella Alder, quien gozaba de gran
prestigio por haber sido alumna, en Moscú, de Konstantin Stanislawski,
cuyas técnicas aplicaba.
Brando en Un tranvía llamado deseo (1951). Una
decena de obras entre 1944 y 1947 (Molière, Shakespeare, Ben Hetch,
Cocteau, Bernard Shaw...) foguearon su talento, y le bastaron dos frases
para convencer a Tennessee Williams de que se hallaba ante el
intérprete ideal para encarnar por primera vez al Stanley Kowalski de Un tranvía llamado Deseo.
Con el beneplácito del dramaturgo y la dirección de Elia Kazan, Brando
fue un Kowalski nunca superado, y de la noche a la mañana consiguió que
todo Broadway hablara de él.
El éxito rotundo del montaje propició su versión cinematográfica. Y el actor, que ya había debutado en Hombres
(1950), de Fred Zinnemann, supo trasladar a la pantalla toda la fuerza y
los matices con que había dotado a su personaje en la escena, aunque su
poder de seducción se multiplicó. Con Un tranvía llamado Deseo
(1951), Marlon Brando no sólo adquirió una inmediata fama mundial: con
ella nació el mito. Un icono que imitaron sus contemporáneos y que medio
siglo después no se ha extinguido.
Según cuenta en sus memorias, Las canciones que mi madre me enseñó,
él no era consciente entonces del alcance de su imagen ni del efecto de
su rebeldía, que sin pretenderlo afianzó en otros títulos, como ¡Salvaje! (1954), de László Benedek, o Piel de serpiente (1959), de Sidney Lumet. Otro filme destacable de aquellos años fue El baile de los malditos
(1958), que permitió a Brando dar muestra de su versatilidad
interpretativa al encarnar el papel de un capitán de la Wehrmacht
alemana, al que dio un carácter más humano, que difería del imperante en
los filmes bélicos de la época.
Obtuvo su primer Oscar con La ley del silencio (1954). En
el Brando de aquella época prevalecía, por encima de cualquier otra
consideración, su prestigio como actor. En seis años de carrera había
sido candidato al Oscar en cinco ocasiones, y aunque lo podría haber
ganado por ¡Viva Zapata! (1952), de Kazan, o Julio César (1953), de Joseph L. Mankiewicz, lo obtuvo por La ley del silencio
(1954), en la que encarnó al contradictorio Terry Malloy (el ex
boxeador que merodea por los muelles de Nueva York), un álter ego del
director del filme, Kazan, atormentado por el fantasma de la delación
después de haber contribuido a la siniestra caza de brujas liderada por
el senador Joseph McCarthy denunciando a sus camaradas. El actor dudó
mucho antes de aceptar su papel en esa especie de filme-expiación, pero
debía mucho a Kazan, y el personaje olía a premio.
Actor controvertido
En
realidad Brando, que encarnaba el inconformismo frente a otras
pusilánimes estrellas de Hollywood, creía que trabajaba contra el
star-system, a espaldas de la industria, y ocurría, en cambio, que su
personaje convenía a la gran fábrica de sueños: era el mejor vendedor de
sus productos. Es verdad que rechazaba muchas ofertas de Hollywood,
pero más por saturación que por ideología. Así se entiende mejor su
trabajo en títulos de género diverso y desigual calidad que, aparte de
demostrar su versatilidad, no contribuyeron a aumentar su prestigio.
Como Vito Corleone en El Padrino (1972). Esto
sucedía ya en la década de los cincuenta, cuando estaba en la cumbre,
y, con el tiempo, se hizo cada vez más patente. Puede decirse que esa
primera etapa se cerró con su único trabajo como director, El rostro impenetrable
(1961), un western crepuscular que marcó las pautas por las que desde
entonces se rigió el género, pero que en su momento no fue justamente
valorado.
Un decenio después, rescatado de la medianía por Bertolucci y Coppola, quien con El padrino
lo llevó a un nuevo Oscar -recogido en su nombre por una falsa india
sioux como protesta por el trato a los indígenas norteamericanos-, en el
Brando renacido pudo más la codicia, y con Superman (1978), de
Richard Donner, con un salario de 14 millones de dólares, inauguró sus
trabajos manifiestamente mercenarios y olvidables que caracterizaron la
última etapa de su trayectoria. Dicen sus biógrafos que actuó así
obligado por las deudas.
En efecto, su economía quedó maltrecha por sus
inversiones en Tahití (poseía el atolón Teti’aroa desde 1966) y por las
secuelas y obligaciones que le deparaba su exótico, dilatado y dramático
historial sentimental (la falsa hindú Anna Kashfi -en realidad Joanna
O’Callaghan, galesa-, con quien litigó años por la custodia de su primer
hijo, Christian, quien en 1990 fue condenado por el asesinato del novio
de su hermana Cheyenne, quien a su vez se suicidó en 1995-; la mexicana
Movita Castaneda, la tahitiana Tarita Teriipia y, entre 1988 y 2001, su
asistenta guatemalteca María Cristhina Ruiz, madre de sus tres últimos
hijos).
No obstante, poco después de su muerte se
hizo público el testamento en el que dejaba un patrimonio de unos 22
millones de dólares y reconocía a diez de sus hijos habidos de todas sus
relaciones. De ellos, los mayores repartieron sus cenizas según la
voluntad del actor, en su isla de Tahití y en California, en el Valle de
la Muerte.
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